«La extrema vulnerabilidad del recién nacido convierte en absoluto nuestro poder, que no encuentra en él ninguna oposición. Su extrema sencillez convierte en absoluto nuestro saber, que no encuentra en él ningún obstáculo. Podemos, sin ninguna resistencia, proyectar en él nuestros deseos, nuestros proyectos, nuestras expectativas, nuestras dudas o nuestros fantasmas. Incluso su fragilidad y sus necesidades se abren con absoluta transparencia a lo que nosotros le podemos ofrecer, a la medida de nuestra generosidad.» Jorge Larrosa
Antes de nacer mi hija, por suerte, ya le había dado algunas vueltas a eso de la infancia y ya había conocido a muchos bebés y niños pequeños. Hace ya años tomé la decisión de confiar, de mirar bien, de creer en eso de que el ser humano es bueno por naturaleza, de ver siempre en la infancia todo lo bueno que me podía ofrecer y le podía ofrecer al mundo. No soy yo la que debe juzgar el qué ni el cómo. En todos los años de trabajo directo con la infancia mi mayor preocupación ha sido cómo no estropear toda esa potencia que les es intrínseca y en estar de acuerdo con lo que son o están en proceso de ser. Ese ha querido ser siempre mi trabajo, afirmar el mundo que traen consigo y abrazarlos cada vez que necesitan ser sostenidos.
Ahora tengo una hija y las cosas son todavía más difíciles. Quiero para ella la mejor versión de mi y la mejor versión del mundo en el que está. A veces me olvido, me asaltan todos los temores y me agoto. Voy a equivocarme muchísimas veces y voy a tener que aprender a convivir con ello. Pero hay algo por lo que no pienso pasar. Voy a amarla con todo mi ser y voy a procurar mirarla siempre bien, nunca de reojo.
No quiero olvidar que existe ese primer gesto después de cada nacimiento y ese gesto puede ser de acogida a un mundo que le es hospitalario o puede ser un gesto de acogida a un mundo que le es hostil. Ahí se muestra la medida de nuestra generosidad y de nuestra responsabilidad. Ese primer gesto se extiende y se vuelve cotidiano, se convierte en la relación con nuestros hijos.
Podemos sanar ese gesto a posteriori, por supuesto, todos los días inauguramos una nueva posibilidad. La infancia de nuestros hijos e hijas también es la infancia del mundo y nuestra propia infancia como simbólico de puro inicio. Ellos y ellas inauguran todos los días esa potencia.
A los hijos hay que cuidarlos o se mueren. Los bebés (los niños/as o la infancia) irrumpen siempre en nuestras vidas, da igual que tengamos 8 hijos más, una nueva vida siempre es una interrupción que fuerza a la transformación. Ya nunca será como antes y esta interrupción podemos vivirla como un problema que hay que solventar o como una potencia de lo que podría estar por venir.
«Mediante la educación decidimos si amamos a nuestros hijos lo bastante como para no arrojarlos de nuestro mundo y librarlos a sus propios recursos, sin quitarles de las manos la oportunidad de emprender algo nuevo, algo que nosotros no imaginamos, lo bastante como para prepararlos con tiempo para la tarea de renovar un mundo común.» Hannah Arendt
Los recién nacidos siempre acaban en nuestros brazos, perturban el mundo que conocemos, aquello que creíamos ser, nos cuestionan constantemente, ponen en duda todo lo que hemos sido, desdibujan nuestra identidad y nos extienden hacía futuras generaciones, hacía un mundo que ya no nos pertenece y del que aún así somos responsables. Un recién nacido en brazos exige de nosotros una respuesta de la que no podemos librarnos y a la que habrá que responder lo que nos quede de vida. Podemos responder con un gesto de acogida o dejándolos a su suerte. Ahí da comienzo la bienvenida.
¿Cómo queremos relacionarnos con nuestros hijos e hijas? ¿Cuál es el mundo que queremos mostrarles y cuál es el mundo que queremos para ellos? ¿Cuál va a ser nuestra bienvenida?